martes, 16 de enero de 2018

Néstor




Sargent, el único que se había rezagado, se adelantó despacio, enseñando un cuaderno abierto, Su pelo enredado y su cuello descarnado, y , a través de sus nebulosas gafas, unos débiles ojos levantaban una mirada suplicante. En su mejilla, mortecina y exangüe, había una leve mancha de tinta, en forma de dátil, reciente y humeda como una huella de caracol.

Alargó su cuaderno. En la cabecera estaba escrita la palabra Operaciones. Debajo había cifras en declive y al pie una forma retorcida, con algunos ojos de las letras cegados y un borrón. Cyril Sargent: firmado y sellado.

-El señor Deasy me dijo que las volviera a escribir todas otra vez- dijo- y que se las enseñara a usted, profesor.

Stephen toco los bordes del cuaderno. Inutilidad.

- ¿Las entiende ahora cómo se hacen?- preguntó.

- Los ejercicios del once al quince-  contestó Sargent-. El señor Deasy dijo que tenía que copiarlos de la pizarra, profesor.

-¿Sabe hacerlos ahora usted mismo?- preguntó Stephen.

- No, señor.

Feo e inutil: cuello flaco y pelo enredado y una mancha de tinta, una huella de caracol. Sin embargo, una le había amado, le había llevado en brazos y en el corazón. De no ser por ella, la carrera del mundo le habría aplastado pisoteándolo, estrujado caracol sin hueso. Ella había amado esa débil sangre aguada sacada de la suya. ¿Era eso entonces real? ¿La única cosa verdadera de la vida? Sobre el postrado cuerpo de su madre cabalgó el fogoso Columbano con sagrado celo. Ella ya no existía: el tembloroso esqueleto de una ramita quemada en el hogar, un olor de palo de rosa y cenizas mojadas. Ella le había salvado de ser aplastado y pisoteado, y se había ido, escasamente habiendo sido.


Ulises.
Capítulo 2 -Néstor.

                                                                                                                                              James Joyce.

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