miércoles, 28 de octubre de 2015

Juana a los treinta (Ciudad de México. 1681)


Después de rezar los maitines y los laudes, pone a bailar un trompo en la harina y estudia los círculos que el trompo dibuja. Investiga el agua y la luz, el aire y las cosas. ¿Por qué el huevo se une en el aceite hirviente y se despedaza en el almíbar? En triángulos de alfileres, busca el anillo de Salomón. Con un ojo pegado al telescopio, caza estrellas.

La han amenazado con la Inquisición y le han prohibido abrir los libros, pero sor Juana Inés de la Cruz estudia en las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras y de libro toda esta máquina universal.

Entre el amor divino y el amor humano, entre los quince misterios del rosario que le cuelga del cuello y los enigmas del mundo, se debate sor Juana; y muchas noches pasa en blanco, orando, escribiendo, cuando recomienza en sus adentros la guerra inacabable entre la pasión y la razón. Al cabo de cada batalla, la primera luz del día entra en su celda del convento de las jerónimas y a sor Juana le ayuda recordar lo que dijo Lupercio Leonardo, aquello de que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Ella crea poemas en la mesa y en la cocina hojaldres; letras y delicias para regalar, música del arpa de David sanando a Saúl y sanando también a David, alegrías del alma y de la boca condenadas por los abogados del dolor.

–Sólo el sufrimiento te hará digna de Dios –le dice el confesor, y le ordena quemar lo que escribe, ignorar lo que sabe y no ver lo que mira.

La memoria del fuego.
I. Los nacimientos.
 Eduardo Galeano

1 comentario:

Juan Ignacio Custodio Arenal dijo...

Gracias a Pandereta IV por el consejo.