En la
penumbra del Vaticano, fragante de perfumes de Oriente, el papa dicta una nueva
bula.
Hace poco
tiempo que Rodrigo Borgia, valenciano del pueblo de Xátiva, se llama Alejandro
VI. No ha pasado todavía un año desde el día en que compró al contado los siete
votos que le faltaban en el Sacro Colegio y pudo cambiar la púrpura del
cardenal por el capuchón de armiño del Sumo Pontífice.
Más horas
dedica Alejandro VI a calcular el precio de las indulgencias que a meditar el
misterio de la Santísima Trinidad. Nadie ignora que prefiere las misas muy
breves, salvo las que en su cámara privada celebra, enmascarado, el bufón
Gabriellino, y todo el mundo sabe que el nuevo papa es capaz de desviar la
procesión del Corpus para que pase bajo el balcón de una mujer hermosa.
También es
capaz de cortar el mundo como si fuera un pollo: alza la mano y traza una
frontera, de cabo a rabo del planeta, a través de la mar incógnita. El
apoderado de Dios concede a perpetuidad todo lo que se haya descubierto o se
descubra, al oeste de esa línea, a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón y a
sus herederos en el trono español. Les encomienda que a las islas y tierras
firmes halladas o por hallar envíen hombres buenos, temerosos de Dios, doctos,
sabios y expertos, para que instruyan a los naturales en la fe católica y les
enseñen buenas costumbres. A la corona portuguesa pertenecerá lo que se
descubra al este.
Angustia y
euforia de las velas desplegadas: ya Colón está preparando, en Andalucía, su
segundo viaje hacia los parajes donde el oro crece en racimos en las viñas y
las piedras preciosas aguardan en los cráneos de los dragones.
La memoria del fuego.
I. Los nacimientos.
Eduardo Galeano
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