martes, 25 de agosto de 2015

El testamento de Adán. (Roma. 1493.)










En la penumbra del Vaticano, fragante de perfumes de Oriente, el papa dicta una nueva bula.
Hace poco tiempo que Rodrigo Borgia, valenciano del pueblo de Xátiva, se llama Alejandro VI. No ha pasado todavía un año desde el día en que compró al contado los siete votos que le faltaban en el Sacro Colegio y pudo cambiar la púrpura del cardenal por el capuchón de armiño del Sumo Pontífice.
Más horas dedica Alejandro VI a calcular el precio de las indulgencias que a meditar el misterio de la Santísima Trinidad. Nadie ignora que prefiere las misas muy breves, salvo las que en su cámara privada celebra, enmascarado, el bufón Gabriellino, y todo el mundo sabe que el nuevo papa es capaz de desviar la procesión del Corpus para que pase bajo el balcón de una mujer hermosa.
También es capaz de cortar el mundo como si fuera un pollo: alza la mano y traza una frontera, de cabo a rabo del planeta, a través de la mar incógnita. El apoderado de Dios concede a perpetuidad todo lo que se haya descubierto o se descubra, al oeste de esa línea, a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón y a sus herederos en el trono español. Les encomienda que a las islas y tierras firmes halladas o por hallar envíen hombres buenos, temerosos de Dios, doctos, sabios y expertos, para que instruyan a los naturales en la fe católica y les enseñen buenas costumbres. A la corona portuguesa pertenecerá lo que se descubra al este.
Angustia y euforia de las velas desplegadas: ya Colón está preparando, en Andalucía, su segundo viaje hacia los parajes donde el oro crece en racimos en las viñas y las piedras preciosas aguardan en los cráneos de los dragones.


La memoria del fuego.
I. Los nacimientos.

 Eduardo Galeano

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